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Consulta de información del archivo histórico:

El material contenido en este apartado sobre historia de Fraga, ha sido realizado por Tonet Berenguer y cedido al Ayuntamiento de Fraga.

Los datos de población adjuntos proceden de fuentes heterogéneas. Deben interpretarse según su fiabilidad y precisión. En ocasiones el dato indica “fuegos” o “vecinos”; a veces “vecinos útiles” o “contribuyentes”. Otras veces incluyen solo las “almas de comunión”, obviando el contingente de niños y niñas menores. Incluso algunos datos, pareciendo fiables, no corresponden a la fecha para la que son incluidos. Con anterioridad a los recuentos más fiables del siglo XIX los datos son cifras aproximadas, (incluidas las del Censo de Floridablanca), y aún en los censos de ese siglo y del XX, los contabilizados pueden ser “habitantes de hecho” o de “derecho”. En este contexto, tan sólo el inicial padrón de 1834 parece haberse realizado en condiciones técnicas adecuadas: “aquellos que pernoctaron en la noche de…” un día concreto, incluyendo a abuelos, padres, hijos, criados y demás componentes familiares, concretando sus edades y lugares de origen. Desde entonces hasta hoy es posible comparar los índices de crecimiento de nuestra demografía local con la provincial, la de Aragón y la española.

Como imagen explicativa de esa evolución se ofrece un gráfico que abarca la época de estudio: todo el siglo XVIII y el XIX, hasta 1860. Un gráfico expresivo de la evolución humana y económica que vivieron los fragatinos, aupados en un trend secular propicio, y pese a coyunturas desfavorables de “mundo lleno”, o sumamente trágicas, como las guerras que les tocó sufrir (Sucesión, Convención, Independencia y Carlista), o de las que intentaron huir mediante su emigración a otros lugares. Pero Fraga tuvo también largos períodos de bonanza que invitaron a los pueblos comarcanos a una inmigración profesional continuada y abundosa. Un documento nos da cuenta de ello sobre todo en la década final del reinado de FernandoVII.

La época posterior a 1860, -que nadie hasta hoy ha estudiado con profundidad-, se intuye mediante el segundo gráfico, que alcanza hasta 2006, con un extenso frenazo de fuerte emigración durante la segunda mitad del XIX, y un intenso crecimiento en el XX pese a las consecuencias de la guerra Civil. A tono con este crecimiento, se incluyen varios ficheros con el aumento de los apellidos de un catastro al siguiente, así como varias pirámides de población no comparables entre sí.

 

Los fragatinos de la época afirmaban con aflicción que la huerta era su único sustento. Sustento en peligro cuando se desmoronaba el puente de tablas. Por otro lado, -con no menor firmeza- aseguraban aquello de que “lo pagés ric e lo que te terra al mont”. Ambas afirmaciones resultaban complementarias, resaltando la primacía del sector primario en aquella estructura agraria. El conjunto de ficheros incluidos en esta carpeta informa de la evolución de los tres sectores económicos a lo largo de siglo y medio, una vez superada la Guerra de Sucesión y hasta 1860.

Los primeros se refieren al incremento del cultivo tanto en la huerta como en lo que denominamos ‘el monte’: el conjunto de tierras de secano cultivadas en las partidas de Monegros y en las de Litera. El sector primario experimenta un desarrollo excedentario, que le permite superar la economía tradicional de subsistencia, para entrar con rapidez en una más activa de intercambio. El aumento en los precios de la tierra, la producción y sus rendimientos expresa mejor que cualquier otro indicador la revolución que supuso el auge de los cultivos de regadío en esa etapa, pero también el aumento espectacular de la extensión cultivada en las masadas del monte.

Con la ayuda de los llamados “Cuadernos de Industrias” es posible todavía calibrar mejor la importancia del sector primario y detallar, junto a sus variaciones, las de los otros dos sectores: el secundario con la evolución de sus numerosos oficios, y el sector terciario, siempre minoritario, pero con tendencia clara a su crecimiento porcentual. Al incremento incesante de los jornaleros del sector agrícola se añade la creciente complejidad e intensidad del sector del textil y del calzado, sobre todo en la fabricación gremial y comercialización comarcal de sogas y alpargatas. Y sin duda alguna, el mejor indicador de una economía que ha entrado ya en la fase de intercambios regionales lo representa el aumento espectacular de la arriería y del número de comerciantes, desde la segunda mitad del siglo XVIII en adelante.

 

La alfarda es la obligación de pago que asumen quienes riegan sus fincas situadas en las huertas de Velilla, Fraga y Torrente. Cada regante reseñado en el “libro de alfarda” paga una cuota anual por fanega de tierra al ayuntamiento de Fraga o a quien éste arriende su cobro. Fraga es “señora” de la acequia vieja desde la Edad Media y los pueblos de Torrente y Velilla se someten a sus determinaciones, aunque no siempre de forma pacífica y consensuada. El ayuntamiento de Fraga o su arrendatario en subasta “al más dante”, están obligados a mantener a su costa el azud frente a las frecuentes riadas, la barca con que se acude a repararlo, la propia acequia limpia con sus gallipuentes y sus cajeros, y con el caudal de agua suficiente para accionar los molinos harineros.

El primero de los ficheros Excel expuestos en esta carpeta recoge la alfarda del año 1715. En su primera hoja constata el nombre de las partidas de la huerta de Fraga, el número de parcelas cultivadas en cada una, la extensión de su tierra campa y la de sus huertos. Las doshojas siguientes ofrecen el listado de los poseedores de fincas por orden alfabético y luego en orden de mayor a menor poseedor. La cuarta hoja detalla una estadística de la distribución de la tierra de regadío en esa fecha, donde se evidencia que el 50% de los poseedores cuentan con sólo el 13% de la huerta.

El segundo documento contiene la alfarda del año 1829, cuando ya se ha rehabilitado la “acequia nueva”, e iniciado el riego en las respectivas partidas del Secano de los tres pueblos. El de la acequia nueva fue un proyecto ambicioso aunque con un número de hectáreas a regar no demasiado elevado, en el contexto de la política ilustrada del reinado de Carlos III. A la inicial propuesta de compra por el ayuntamiento y reparto posterior de aquellas fincas, sucedió al mismo tiempo una especie de frente anti roturador y nuevas propuestas de construcción en las dos décadas finales del siglo XVIII por parte de la Intendencia y el propio obispado.

Por el documento de alfarda de 1829 conocemos a los regantes que pagan su cuota anual según sus fanegas de regadío en una y otra huerta, ordenados en una hoja por sus apellidos y en otra en orden de mayor a menor poseedor. Al igual que en 1715, una nueva hoja ofrece la estadística de la desigual distribución, -ahora de la partida del Secano-, dejando constancia con ello del fracaso de aquel antiguo proyecto ilustrado de reparto.

 

En la etapa gobernada por los Austrias, además de pequeños impuestos como el papel sellado, las cenas reales, la sal, etc., la Corona de Aragón satisface al rey un “Servicio Voluntario” en dinero o en especie, que en ocasiones se convierte en forzoso. A cambio, los representantes de los estamentos en las Cortes consiguen fueros favorables. Con el triunfo de los Borbones en la Guerra de Sucesión, el rey Felipe V ‘por derecho de conquista’ impone en Aragón una “Única Contribución”, que los pueblos deben hacer efectiva en Zaragoza cada año, de acuerdo con el “cupo” que les asigne el Intendente.

Para cubrir el cupo asignado, los pueblos estiman anualmente la “riqueza” de los vecinos contribuyentes mediante el sistema del catastro. Un doble catastro real y personal que detalla los bienes inmuebles de cada cual, (tierras, casas, hornos, silos, etc.) junto a sus oficios, sus ganados, colmenas e incluso su situación financiera, mediante la declaración de sus censales a favor o en contra. Los vecinos son llamados a declarar al ayuntamiento por orden alfabético de sus nombres de pila, y sus declaraciones se ajustan de un año al siguiente según les ha ido en la feria. Las modificaciones se acumulan año tras año hasta la confección de un nuevo catastro. Un “listado de personados” actualiza con crucecitas los contribuyentes vivos.

Con la confección de sucesivos catastros se afinan las utilidades percibidas por cada oficio, según su estacionalidad y el número de los criados o mancebos que ayudan en los talleres. También varía con el tiempo el producto líquido estimable por el rendimiento de las tierras, por el trato de ganado, y sobre todo por la dedicación de muchos vecinos al comercio a pequeña escala, junto a algunos mercaderes y comerciantes profesionales, que muy pronto destacan por el producto líquido que el ayuntamiento les asigna como gremio. Los anuales “Cuadernos de Industrias” reflejan las cuotas que acaban pagando a regañadientes. La Única contribución no es progresiva, y el tipo impositivo es igual para todos (sean infanzones hacendados o labradores retrasados). Solo evitan contribuir los eclesiásticos por sus bienes anteriores al Concordato y algunos exentos por su condición estamental o profesional. Los jornaleros sin bienes dejan de contribuir desde mediados del siglo XVIII

 

El cobro mensual de la Única Contribución se realizaba con rigor. El colector encargado pasaba casa por casa a recoger la cuota mensual y anotaba el cobro en su cuaderno con una rayita vertical, -una por mes-, que cruzaba a fin de año si el contribuyente había satisfecho las doce cuotas mensuales. En ocasiones, la contribución se cobraba en especie de trigo, por carecer los contribuyentes de líquido, o por necesitar la ciudad hacer acopio de grano para garantizar el abasto público. Entonces se recogía el trigo y se guardaba en los silos que el ayuntamiento poseía en la plaza de San Pedro o en la de Lérida. El ejemplo que incluyo del año 1772 sirve, -además de dar cuenta de la diferente carga fiscal entre los vecinos-, para documentar el callejero general de la ciudad en ese momento, que designa como “calles” lo que en realidad es el conjunto de una calle principal y otras callejas de su entorno que todavía no poseen nombre propio. Es curioso que no se anoten las calles donde viven los infanzones. ¿Será que las “casas de su habitación” eran suficientemente conocidas?

Incluyo en esta carpeta la “Contribución extraordinaria de 1813” impuesta por los franceses. Parece extraño que al final de una guerra devastadora, como lo fue la de la Independencia, los fragatinos dispusieran de trigo con que pagar, luego de haber sufrido exacciones continuas durante la contienda. ¿O tal vez la inmediata marcha de los franceses la dejó sin efecto, y el documento que la detalla quedó olvidado entre los papeles del consistorio? En cualquier caso lo adjudicado a cada cual no parece arbitrario, desde las 166 fanegas y 8 almudes de trigo impuestos al Capítulo Eclesiástico, o las 78 fanegas y 10 almudes cargados al mayor contribuyente laico en ese momento: don Vicente Monfort, hasta dejar exentas a varias viudas.

Finalmente, el cuadro general de la Única Contribución desde su implantación en 1717 hasta el cambio de sistema impositivo en 1845 refleja la distancia entre el cupo asignado por el Intendente y lo realmente exigido a la población: con cantidades “para el ayuntamiento”, o “por si el catastro quedaba corto”; por el fraude de moneda o por el coste de elaboración de los libros catastrales; también por la incorporación de nuevos impuestos o su aumento radical durante Fernando VII.

 

Durante la Edad Moderna y hasta la primera década del siglo XVIII el concejo fragatino mantuvo el tradicional sistema de economía municipal: el aprovechamiento libre por los vecinos de los bienes considerados “comunes”, mientras se cobraban pechas o concordias a vecinos de otros pueblos, por aleñar, cultivar o cazar en el término municipal. Los bienes considerados “propios” del consistorio se administraban por los munícipes o se arrendaban a terceros por un tanto anual o plurianual. Los abastos de pan, carne, aguardiente o aceite, eran cubiertos por el concejo en su preocupación por subvenir las necesidades básicas del vecindario. Igualmente gestionaban otros bienes considerados propios como la primicia de diezmos, uno de los molinos de harina (el otro era propiedad del Capítulo Eclesiástico), el mesón, la venta, el pozo de hielo, el molino de aceite o el derecho de “pontazgo”. Pero sobre todos ellos destacaba el derecho de arrendar los pastos de las partidas del monte de Monegros y de Litera. Peritos designados por el ayuntamiento determinaban cada año la “cabida” de cabezas de ganado en cada partida y establecían un precio o tasación. Luego venía la subasta “a candela encendida” y el arriendo con un precio final. A veces, los arrendatarios subarrendaban las hierbas a terceros. En las primeras décadas del siglo XVIII, apenas existían rebaños de ganaderos fragatinos como consecuencia de las pérdidas en la guerra de Sucesión. Entonces, las hierbas solían arrendarse a “herbajantes forasteros” desde octubre hasta la Santa Cruz de Mayo, cuando regresaban a los pastos de los Pirineos. Con el transcurso del siglo, los rebaños de “ganaderos naturales” aumentan y las partidas se les reservan con prioridad, aunque a veces con rencillas entre ellos.

La legislación borbónica cambió en parte este régimen administrativo. Se mantuvieron los “bienes de propios y comunes” y continuó el sistema alternativo de administración o de arriendo. Lo único que perdía la ciudad era la potestad de enajenar dichos bienes sin permiso del Rey.

También requería licencia regia un nuevo endeudamiento público. En este contexto, el período 1728-1754 supuso ceder la gestión de los bienes de propios a los “conservadores de la Concordia Censal”, que sometía la ciudad a sus acreedores censualistas. Suprimidas las concordias “por punto general”, volvió la administración municipal a manos de una “Junta de propios” formada por varios ediles. Habría que esperar a la ideología del Liberalismo económico en el primer tercio del siglo XIX para que la mayoría de estos bienes y monopolios fueran abolidos o pasaran a manos privadas.

 

Las instituciones del poder local son distintas durante los Borbones a como lo fueron durante los Austrias. En la etapa foral, el ámbito judicial corresponde al “Justicia” y su lugarteniente, el “Baile”; puestos que suelen ocupar los infanzones en Fraga. A ellos corresponde la primera instancia, mientras las apelaciones se resuelven en Zaragoza. Las funciones legislativas y gubernativas de ámbito local corresponden al llamado “concejo abierto o general” formado por un número indeterminado de cabezas de familia, que elabora las “Ordinaciones” municipales, (con revisión y aprobación de un insaculador), vende nuevos censales (incrementa su deuda pública) y toma otras decisiones de envergadura. Como poder ejecutivo permanente esta el “Concejo cerrado”, formado por los “jurados” y “consejeros”, elegidos mediante el sistema de insaculación y renovados en parte cada año. Se encarga de las cuestiones cotidianas de abastos, arriendos de propios, nombramientos del personal de administración y servicios, etc.

Con el advenimiento de los Borbones disminuye la capacidad de decisión de la institución que ahora se llama “Ayuntamiento”. Un ayuntamiento de duración trienal nombrado por el rey a sugerencia de la Real Audiencia de Zaragoza. La primera instancia judicial la ejercen dos “alcaldes primero y segundo” y el ejecutivo lo forman en principio ocho “regidores”. Se aplica en su nombramiento el sistema de “mitad de oficios”, según el cual el alcalde primero y los cuatro primeros regidores se nombran del estamento noble y los cuatro siguientes del estamento llano. Un “síndico procurador general” es designado alternativamente del estamento noble y del tercer estado. Desde 1760 los regidores se reducen a seis y en su lugar se eligen dos “diputados” que en teoría democratizan el gobierno en beneficio del “común” de vecinos. Al cabo del trienio, el ayuntamiento saliente propone con escaso éxito frente a la Audiencia de Zaragoza las ternas para los miembros del nuevo consistorio. Desde 1796 el rey designa un “corregidor de letras” que preside el ayuntamiento y reduce los abusos y disputas de los regidores.

He recogido en un larguísimo listado todos los componentes del ayuntamiento entre 1711 y 1837 con su orden de prelación. Como curiosidad, incluyo también el protocolo de “elección de diputados del común”, mediante el cual es posible intuir el uso de la geografía urbana con intencionalidad política: es decir, con ánimo de controlar el resultado electoral.

 

Como hoy, las sociedades de Antiguo Régimen vivían tremendamente endeudadas. Tanto las instituciones como los particulares. Y Fraga no fue una excepción. El Concejo foral primero y luego el Ayuntamiento borbónico hicieron frente a una pesada deuda pública que mantuvo frecuentemente en apuros sus finanzas. La mayor parte de esta deuda se cargaba en forma de “pensiones” anuales derivadas de la venta de “censales” a diferentes inversores, que pagaban un “precio” (un capital) por poder cobrar las pensiones a perpetuidad, sin que aquel precio pudiera amortizarse. No obstante, con el tiempo, los censales pudieron “luirse” y “quitarse” a fin de reducir la deuda anual de los ayuntamientos.

El concejo fragatino necesitó de dos “concordias censales” con sus acreedores para conseguir reducir el rédito o “fuero” al que se habían contratado los censales inicialmente: una en el primer tercio del siglo XV y una segunda en 1506. Por su parte, el ayuntamiento tuvo que recurrir a una tercera concordia en 1828 que limitaba drásticamente su capacidad de gestionar los bienes de propios del municipio. Sólo tras declarar nulas el Rey todas las concordias, el doctor Pascual Azara, designado por el ayuntamiento, concretó en un “cabreve” del año 1759 los 42 censos vigentes, con los sujetos, lugares y pensiones debidas y comenzó a luir los capitales, empezando por quienes voluntariamente lo aceptaron, y reservando los de la Iglesia para luirlos en último lugar.

Respecto de los particulares, en 1730 se implanta el nuevo sistema impositivo borbónico. La mayoría de quienes gozan de censos a su favor (“censualistas” que cobran pensiones anuales) ocultan en su declaración catastral los capitales de esos censos por lo que disminuye su riqueza estimada y con ello la cuota que pagan. Los “censatarios” en cambio, (quienes pagan las pensiones), sí los declaran, y los restan de su riqueza catastral. Algunos censualistas comienzan a declarar en 1751. Pero habrá que esperar a 1786 para que un nuevo catastro incluya a los censualistas eclesiásticos. Con estos nuevos datos es posible observar el flujo del dinero entre los grupos sociales, y reconocer que es la Iglesia –el Capítulo eclesiástico de Fraga-, quien acapara la mayor parte de las pensiones. La Iglesia cumple la función crediticia de unos bancos que no nacerán sino a finales del siglo XVIII. A cambio exige, -igual que los bancos-, “hipotecas seguras” sobre uno o sobre todos los bienes del censatario al que le ha “comprado” un censal.

Había en Fraga un clero acomodado y otro pobre de pedir. Unos recibían rentas derivadas de las “fundaciones antiguas y modernas” (misas, aniversarios, dobles, etc.) creadas por los fieles en beneficios, capellanías, cofradías, limosnas, píos legados o ejecuciones testamentarias. Disfrutaban esas rentas en primer lugar los numerosos miembros del Capítulo eclesiástico, -prior, curas presidentes, racioneros y beneficiados; en menor medida los Agustinos del convento del Segoñé y los Trinitarios del monasterio del Salvador en Torrente. Otros religiosos, –los Capuchinos-, vivían en las Afueras con las limosnas de los vecinos o del ayuntamiento.

Además de la función de asistencia religiosa, los clérigos cumplen (excepto los Capuchinos) una segunda función importante. Arriendan numerosos bienes inmuebles rurales y urbanos, que obran en sus “inventarios” y “cabreves” en razón de donaciones, compras “a carta de gracia” o derivados de hipotecas hechas efectivas por impago de pensiones. Son también inversores de sus dineros “en manos seguras”. Manejan siempre ante notario todo tipo de censos: enfitéuticos, reservativos y consignativos o “censales”, los más frecuentes y cuantiosos en sus pensiones anuales. Además, los eclesiásticos no pagan impuestos por aquellos bienes o rentas anteriores al Concordato con la Santa Sede.

Como ingreso principal, el Capítulo recibe parte del derecho de diezmo, -parte de las cosechas de “frutos mayores y menores”- junto al obispo de Lérida en dos dezmatorios. El “Priorato de San Pedro” y “el Primiciado”, obtenidos de Fraga y cuatro pueblos del entorno: Torrente, Peñalba, Velilla y Candasnos. En estos dezmatorios, las condiciones del derecho varían con el tiempo en respuesta a varias razones: Las necesidades del Capítulo, que quiere distribuir mayores rentas, harán que reciba todo el diezmo de Miralsot; la repoblación exige la atención a los fieles en las iglesias rurales y los “curas de almas” que los atienden participan en una “primicia” (1/30) de algunos frutos. Cuando el Crédito Público habilita con sus dineros la acequia del Secano exige cobrar todo el diezmo del nuevo regadío, como “tierras novales”. Desde 1800, la Hacienda Real se quedará con la novena parte de todos los diezmos. Por su parte, el Ayuntamiento batalla con frecuencia por hacer efectiva la cuarta parte del diezmo del Priorato, “con título de primicia o cuarta décima”, que obtuvo de los reyes desde el Medievo “para la atención del culto”.

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